jueves, 6 de diciembre de 2012

La irresistible tentación de la insolidaridad



Fernando Almena

La situación por la que está pasando nuestro país como consecuencia de la crisis es tan obvia como terrible. Que salir de la crisis va a resultar doloroso y a exigir grandes sacrificios es innegable, y ya lo estamos sufriendo, y el camino es largo y espinoso. Hasta dónde se está haciendo bien o mal no es simple ni fácil de evaluar con rigor, así que pasaré de puntillas y dejaré el dictamen a los expertos, que supongo que tendremos analistas capacitados, apartidistas, ecuánimes y neutrales -difícil me lo fiáis- que, en algún momento, podrán ilustrarnos con la verdad de los aciertos y errores, de los excesos y cortedades. Pero respetando de antemano su dictamen, tengo para mí, que se han empezado los ajustes por abajo en vez de por arriba, por los herederos de la crisis y no por sus causantes, por los que se enriquecieron en lugar de por aquellos a cuya costa lo lograron. Como también que no se han exigido responsabilidades a los poderes económicos, sin mesura en su ambición y en sus ganancias, como ahora en sus dolientes peticiones, ni a los poderes políticos que les consintieron, con absoluta connivencia, sus desmanes capitalistas.

Los poderes políticos tienen la obligación de controlar a los económicos, no a la inversa, con control de estos sobre los poderes políticos por medio de prebendas, créditos blandos -cuando no condonados- y con el caramelo corruptor de hacerles partícipes de su juego. Perdedor siempre el pueblo, del que se dice soberano, que debería ocupar el lugar preeminente de esa cadena de controladores en vez de ser el último, pero no dispone de medios suficientes para operar sobre el poder político, que esa excusa de que lo tiene por medio de las elecciones, no deja de ser quimérico, pura filfa, tanto como la cacareada voluntad del pueblo. Al que, lo peor de todo, se manipula y utiliza con habilidades de marionetistas.

Nuestro sistema político se ha ido convirtiendo de una democracia -sueño de ilusos e idealistas que algunos somos, que fuimos- en una demagogia, no solo por los halagos con que se ha contentado al pueblo, sino por el adormecimiento al que en buena parte se le ha inducido. Nada pues de extrañar que, en estos difíciles momentos para España, nos encontremos con muchos ciudadanos que solo ven por los ojos del partido político o del sindicato al que son afines, como si llevaran unas orejeras que le impidieran otra perspectiva de la realidad que la que le dictan. Con muchos que parece que no quieren concienciarse de la gravedad de la situación en que nos hallamos inmersos, dormidos en la inconsciencia o en el recuerdo de los años de abundancia, ficticia tanto como peligrosa, tal que la crisis fuera un leve mal pasajero o el pretexto para la letra de una chirigota carnavalesca. Sin descartar a los que creen que el Estado es el papá rico al que se puede pedir y exigir todo sin aportar nada, como si fuera una fuente inagotable de dinero, hasta esquilmarlo, consecuencia quizá de una vida subvencionada y sin suficientes responsabilidades. Pero, por fortuna, existe un cada vez mayor grupo de ciudadanos que piensan y en los que bulle la indignación, y cuyos planteamientos y requeridos se están convirtiendo en el clamor del hasta ahora pueblo callado, sobre los que cimentaré el análisis de la situación de nuestro país, que pretendo reflejar.

Hablo de ciudadanos que piensan que nuestra política adolece de graves defectos, entre los que destaca la escasa separación e independencia de los tres poderes, ejecutivo, legislativo y judicial, como si Montesquieu hubiera sido un fabulador en lugar de un clarividente pensador político. Asimismo, la no menos necesaria separación entre el estamento político y las instituciones públicas, cuya inexistencia ha provocado una alta politización de la Administración, cuando es sabido que ello conlleva mayores niveles de ineficacia y de corrupción, y varios son los países que se han liberado de tales vicios por su observancia.

La marcha imparable hacia la quiebra política y económica de un Estado de las Autonomías que se tambalea, para cuyo saneamiento se necesita el apiñamiento de todos en torno a una Constitución que nos ampare a los ciudadanos por igual, sin exclusiones, y que contemple un cambio integral del modelo de Estado, sin cuya reforma urgente no haremos sino marear la perdiz. Reforma constitucional que termine con los privilegios y desigualdades entre comunidades, causantes de que los gobiernos se hallen cautivos de las más favorecidas so pretextos espurios, y, en consecuencia, que encierre una transformación profunda de las leyes electorales, que solo predican los partidos minoritarios, al menos mientras no crezcan, y que a los grandes o le faltan bemoles o le sobran intereses soterrados para afrontarla conjuntamente, única manera.

Que la Comisión Europea haya exigido al Gobierno garantías del control del gasto excesivo y que el Fondo Monetario Internacional nos haya reclamado dureza con el gasto de las autonomías, a quienes responsabilizó del incumplimiento del déficit en sus dos terceras partes, parece no importar a cuantos ejercen la insolidaridad y la desestabilización como actitud.

Una de las características idiosincrásicas de nuestra política es la insolidaridad, como una irresistible tentación. Circunstancias como las nuestras en estos últimos años, con independencia de quienes ostentaran u ostenten hoy el gobierno, deberían ser suficientes para que todas las duras decisiones que se adoptaron, se están adoptando y se hayan de tomar fueran las de todos los partidos, en especial de los dos grandes, en una especie de coalición tácita, de un consenso positivo y constructivo, no viciado de protagonismos. Ambos deberían renunciar a mirar solo por sus propios intereses, abandonar sus disputas, confrontaciones y pendencias continuas y trabajar y luchar solidariamente por el bien del país, sin propósito distinto que resolver los problemas más perentorios en esta dura etapa. Algo que entra en su sueldo.

El interés por un objetivo común transmitiría calma al pueblo, a un tiempo que ayudaría a racionalizar, moderar y pulir las decisiones que pudieran rozar lo inapropiado o injusto, que las hay, y, por ende, a evitar muchos de los enfrentamientos que se están produciendo o se puedan producir como resultado de unos ajustes, según parece, impuestos en buena parte por Europa y los que han de venir si se nos interviene. Coalición que permitiría mayor firmeza frente a actitudes desafiantes y amenazadoras de algunas autonomías y sectores, así como tratar de cumplir el objetivo incuestionable de reducir el gasto público y, en consecuencia, el déficit, además de impedir el boicot o la oposición de algunas comunidades a los ineludibles planes de ajuste, que no serían ya exclusivos del Gobierno. Nada que sea nuevo, que existen ya precedentes históricos en 1812, la Pepa, y en 1975, la Transición.

Coalición tácita que, asimismo, impondría de una vez las reformas necesarias para una más justa y equilibrada recaudación tributaria, que acabara con los inmensos privilegios y artimañas legales para evadir de los que más ganan y diera un respiro a la clase media asfixiada y sin escapatoria, que medios y mecanismos técnicos son lo que sobran, pero falta voluntad, decisión y valor de los grandes partidos para enfrentarse a quienes les procuran la mamandurria. Y esto sí contribuiría sobremanera a reducir el déficit.
Nadie cuestiona que existen parcelas de las que no se puede prescindir ni siquiera rebajar en sus prestaciones como la sanidad, la educación y la cultura, pero sí racionalizarlas -como las restantes- en su gestión para hacerlas más eficaces y terminar con abusos donde los hubiere, que existen. Basta ya de buenismos, de compadreos, de generosidades gratuitas -nunca a costa propia sino del vecino-, de enrocarse en prebendas y de solidaridades insolidarias, que en España no podemos continuar con seis millones de parados, gastando más de lo que tenemos y con una juventud -nuestro futuro- condenada al fracaso y a la penuria.

En síntesis, ajustes con cordura, desacuerdo sin desafección, austeridad pero no solo para los de siempre, control del gasto y del déficit en las autonomías, eliminación de duplicidades administrativas e instituciones innecesarias, control al gran capital con tanta cordura como firmeza, eliminación de privilegios y canonjías en lo público y en lo privado, finiquitar con el despilfarro, poner coto a las desmesuradas subvenciones, acabar con el gran fraude fiscal tolerado y amparado, hacer de la política un servicio pero no una profesión, reformar de una vez por todas el sistema electoral para acabar con el injusto reparto, apoyo a la iniciativa privada y a los autónomos, elevar nuestro prestigio como país y crear confianza para acabar con la huida multimillonaria de capitales y atraer inversores, son algunas, entre muchas, de las decisiones por las que está clamando una mayoría de ciudadanos -indignados o fajadores, tanto da-, en esta situación límite en que vive nuestro país, frente a la que no puede faltar el ánimo y la voluntad sincera de tirar todos del mismo carro. Y sin hacer oídos sordos al sentir de un pueblo desde el confortable, pero amovible, sillón que solo al pueblo pertenece.


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