Fernando Almena
La situación por la que está pasando
nuestro país como consecuencia de la crisis es tan obvia como terrible. Que
salir de la crisis va a resultar doloroso y a exigir grandes sacrificios es
innegable, y ya lo estamos sufriendo, y el camino es largo y espinoso. Hasta
dónde se está haciendo bien o mal no es simple ni fácil de evaluar con rigor, así
que pasaré de puntillas y dejaré el dictamen a los expertos, que supongo que
tendremos analistas capacitados, apartidistas, ecuánimes y neutrales -difícil
me lo fiáis- que, en algún momento, podrán ilustrarnos con la verdad de los aciertos
y errores, de los excesos y cortedades. Pero respetando de antemano su
dictamen, tengo para mí, que se han empezado los ajustes por abajo en vez de
por arriba, por los herederos de la crisis y no por sus causantes, por los que
se enriquecieron en lugar de por aquellos a cuya costa lo lograron. Como también
que no se han exigido responsabilidades a los poderes económicos, sin mesura en
su ambición y en sus ganancias, como ahora en sus dolientes peticiones, ni a
los poderes políticos que les consintieron, con absoluta connivencia, sus desmanes
capitalistas.
Los poderes políticos tienen la
obligación de controlar a los económicos, no a la inversa, con control de estos
sobre los poderes políticos por medio de prebendas, créditos blandos -cuando no
condonados- y con el caramelo corruptor de hacerles partícipes de su juego.
Perdedor siempre el pueblo, del que se dice soberano, que debería ocupar el
lugar preeminente de esa cadena de controladores en vez de ser el último, pero
no dispone de medios suficientes para operar sobre el poder político, que esa
excusa de que lo tiene por medio de las elecciones, no deja de ser quimérico, pura
filfa, tanto como la cacareada voluntad del pueblo. Al que, lo peor de todo, se
manipula y utiliza con habilidades de marionetistas.
Nuestro sistema político se ha ido
convirtiendo de una democracia -sueño de ilusos e idealistas que algunos somos,
que fuimos- en una demagogia, no solo por los halagos con que se ha contentado
al pueblo, sino por el adormecimiento al que en buena parte se le ha inducido. Nada
pues de extrañar que, en estos difíciles momentos para España, nos encontremos con
muchos ciudadanos que solo ven por los ojos del partido político o del
sindicato al que son afines, como si llevaran unas orejeras que le impidieran
otra perspectiva de la realidad que la que le dictan. Con muchos que parece que
no quieren concienciarse de la gravedad de la situación en que nos hallamos
inmersos, dormidos en la inconsciencia o en el recuerdo de los años de
abundancia, ficticia tanto como peligrosa, tal que la crisis fuera un leve mal
pasajero o el pretexto para la letra de una chirigota carnavalesca. Sin descartar
a los que creen que el Estado es el papá rico al que se puede pedir y exigir
todo sin aportar nada, como si fuera una fuente inagotable de dinero, hasta
esquilmarlo, consecuencia quizá de una vida subvencionada y sin suficientes
responsabilidades. Pero, por fortuna, existe un cada vez mayor grupo de
ciudadanos que piensan y en los que bulle la indignación, y cuyos planteamientos
y requeridos se están convirtiendo en el clamor del hasta ahora pueblo callado,
sobre los que cimentaré el análisis de la situación de nuestro país, que
pretendo reflejar.
Hablo de ciudadanos que piensan que nuestra
política adolece de graves defectos, entre los que destaca la escasa separación
e independencia de los tres poderes, ejecutivo, legislativo y judicial, como si
Montesquieu hubiera sido un fabulador en lugar de un clarividente pensador
político. Asimismo, la no menos necesaria separación entre el estamento
político y las instituciones públicas, cuya inexistencia ha provocado una alta
politización de la Administración, cuando es sabido que ello conlleva mayores
niveles de ineficacia y de corrupción, y varios son los países que se han
liberado de tales vicios por su observancia.
La marcha imparable hacia la quiebra política y económica de un Estado de las
Autonomías que se tambalea, para cuyo saneamiento se necesita el apiñamiento de
todos en torno a una Constitución que nos ampare a los ciudadanos por igual,
sin exclusiones, y que contemple un cambio integral del modelo de Estado,
sin cuya reforma urgente no haremos sino marear la
perdiz. Reforma constitucional que termine con los privilegios y desigualdades
entre comunidades, causantes de que los gobiernos se hallen cautivos de las más
favorecidas so pretextos espurios, y, en consecuencia, que encierre una transformación
profunda de las leyes electorales, que solo predican los partidos minoritarios,
al menos mientras no crezcan, y que a los grandes o le faltan bemoles o le
sobran intereses soterrados para afrontarla conjuntamente, única manera.
Que la Comisión Europea haya
exigido al Gobierno garantías del control del gasto excesivo y que el Fondo
Monetario Internacional nos haya reclamado dureza con el gasto de las
autonomías, a quienes responsabilizó del incumplimiento del déficit en sus dos
terceras partes, parece no importar a cuantos ejercen la insolidaridad y la
desestabilización como actitud.
Una de las características
idiosincrásicas de nuestra política es la insolidaridad, como una irresistible tentación.
Circunstancias como las nuestras en estos últimos años, con independencia de
quienes ostentaran u ostenten hoy el gobierno, deberían ser suficientes para
que todas las duras decisiones que se adoptaron, se están adoptando y se hayan
de tomar fueran las de todos los partidos, en especial de los dos grandes, en
una especie de coalición tácita, de un consenso positivo y constructivo, no
viciado de protagonismos. Ambos deberían renunciar a
mirar solo por sus propios intereses, abandonar sus disputas, confrontaciones y
pendencias continuas y trabajar y luchar solidariamente por el bien del país,
sin propósito distinto que resolver los problemas más perentorios en esta dura etapa.
Algo que entra en su sueldo.
El interés por un objetivo
común transmitiría calma al pueblo, a un tiempo que ayudaría a racionalizar,
moderar y pulir las decisiones que pudieran rozar lo inapropiado o injusto, que
las hay, y, por ende, a evitar muchos de los enfrentamientos que se están
produciendo o se puedan producir como resultado de unos ajustes, según parece,
impuestos en buena parte por Europa y los que han de venir si se nos
interviene. Coalición que permitiría mayor firmeza frente a actitudes
desafiantes y amenazadoras de algunas autonomías y sectores, así como tratar de
cumplir el objetivo incuestionable de reducir el gasto público y, en
consecuencia, el déficit, además de impedir el boicot o la oposición de algunas
comunidades a los ineludibles planes de ajuste, que no serían ya exclusivos del
Gobierno. Nada que sea nuevo, que existen ya precedentes históricos en 1812, la
Pepa, y en 1975, la Transición.
Coalición tácita que,
asimismo, impondría de una vez las reformas necesarias para una más justa y
equilibrada recaudación tributaria, que acabara con los inmensos privilegios y
artimañas legales para evadir de los que más ganan y diera un respiro a la
clase media asfixiada y sin escapatoria, que medios y mecanismos técnicos son
lo que sobran, pero falta voluntad, decisión y valor de los grandes partidos para
enfrentarse a quienes les procuran la mamandurria. Y esto sí contribuiría
sobremanera a reducir el déficit.
Nadie cuestiona que existen
parcelas de las que no se puede prescindir ni siquiera rebajar en sus prestaciones
como la sanidad, la educación y la cultura, pero sí racionalizarlas -como las
restantes- en su gestión para hacerlas más eficaces y terminar con abusos donde
los hubiere, que existen. Basta ya de buenismos, de compadreos, de
generosidades gratuitas -nunca a costa propia sino del vecino-, de enrocarse en
prebendas y de solidaridades insolidarias, que en España no podemos continuar
con seis millones de parados, gastando más de lo que tenemos y con una juventud
-nuestro futuro- condenada al fracaso y a la penuria.
En síntesis, ajustes con
cordura, desacuerdo sin desafección, austeridad pero no solo para los de
siempre, control del gasto y del déficit en las autonomías, eliminación de
duplicidades administrativas e instituciones innecesarias, control al gran
capital con tanta cordura como firmeza, eliminación de privilegios y canonjías en
lo público y en lo privado, finiquitar con el despilfarro, poner coto a las
desmesuradas subvenciones, acabar con el gran fraude fiscal tolerado y
amparado, hacer de la política un servicio pero no una profesión, reformar de
una vez por todas el sistema electoral para acabar con el injusto reparto, apoyo
a la iniciativa privada y a los autónomos, elevar nuestro prestigio como país y
crear confianza para acabar con la huida multimillonaria de capitales y atraer
inversores, son algunas, entre muchas, de las decisiones por las que está clamando
una mayoría de ciudadanos -indignados o fajadores, tanto da-, en esta situación
límite en que vive nuestro país, frente a la que no puede faltar el ánimo y la
voluntad sincera de tirar todos del mismo carro. Y sin hacer oídos sordos al
sentir de un pueblo desde el confortable, pero amovible, sillón que solo al
pueblo pertenece.
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